Creo que ayer fue uno de esos días donde los sueños valen la pena. Esta mañana no he querido despertar, a pesar del calor y del intenso verano que ya vivimos en Cuba. Anoche viví una historia musical, como esas que en el cine te dejan perpleja. Así a lo Molino rojo, Chicago o La bella del Alhambra.
Fui protagonista de una época distinta, llena de menos instrucción en la gente, pero paradójicamente de composiciones fabulosas. Quizá me lo pareció así Manuel, un hombre correcto aunque muy parco al hablar. Discutíamos y casi me sentía presa de un monólogo. Pensé por momentos que nada iba a salir de esa cabeza. Me desesperan las personas que no hablan, o lo hacen poco. Lo aburrí y solo quería ser inmortal.
Bebió su café y me dejó sola en ese bar con el hombre del traje gris y una triste canción sin guitarra. No era lo mismo, cuando Manuel tomaba el instrumento de cuerdas y articulaba sus letras, era otro y otra la escena.
Recuerdo cuando cantó Longina. Vi sus ojos, sus manos y leí su rostro. Era su himno, también el mío. Hubiera querido que llevara mi nombre, pero «le hago gala a una amiga», me pareció suficiente. Ella era una amiga que le tenía ganaba esa pequeña cavidad que tenemos en el lado izquierdo de nuestro cuerpo.
«El verano es una estación extraña», me dije. Entre calores y lluvia, surgió una historia entre prenumbras. Me la he creído.
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