«La primera sensación que tengo es que no le temo a nada», dice mientras se lo piensa mejor y gana tiempo para esbozar inmediatamente su idea: «El gran peligro del artista, ese que hay que saber sortear, es la vanidad».
En las profesiones, como en la vida, son los principios los que ordenan, equilibran. Para Vitier lo principal que hay que aceptar es que cada quien se dedica a una actividad equivalente a cualquier otra, y que el arte está en muchas actividades del ser humano, fuera de lo que se llama propiamente artístico.
«Existe una tendencia, casi imparable, por lo que tiene de excepcional el artista. Sería mejor valorarnos por todo lo que tenemos en común, y no por lo diferente. Si el mundo tomara lo bueno que poseemos todos, fuera mejor».
Un puente para lograrlo es la música, dueña de un lenguaje común para la comunicación: la melodía; y conocedora del lugar exacto donde explotamos al amar —y perdonen que me robe la frase de un cantor latino. Mi entrevistado también lo sabe. Él pone en su obra esos y otros elementos.
¿El artista puede valerse de estrategias para atraer a la gente a sus conciertos? ¿Eso significa ser popular?, insisto.
«Trabajar pensando, sobre todo en que mientras mayor sea el número de personas, mejor, eso me parece una distorsión de la labor del creador. La popularidad que realmente importa es la que pervive en el tiempo. La otra es muy agradable y, seguramente, las personas que la tienen, la disfrutarán.
«Siempre recuerdo que eso puede cambiar. Son pocos los que consiguen la verdadera gloria de quedarse instalados en la memoria de su pueblo. Uno no debe poner nunca —y todos podemos caer en la tentación—, ese motor para que movilice tu conciencia creadora.
«Me importa que los que vayan a mis conciertos salgan con las ideas en movimiento, que regresen a sus casas con algo nuevo en sus vidas, aunque sea pequeño. Con eso me siento completamente realizado. Lo demás lo dice la historia, el tiempo y el pueblo».
José María Vitier tiene también su historia. La ha labrado junto a su familia, su piano y acompañando a Cuba, a la cual lo atan lazos que «no pueden modificarse, porque han marcado nuestras vidas».
Y esa pluralidad de la que habla está dada porque no es él sin la Isla, sin ellos. De ahí que su cotidianidad la comparta con su esposa Silvia, con José Adrián, su único hijo; sus dos nietos: Adrián, de 9 años, e Ismael, de 5. «Los dos están chiquitos pero aspiro a que sean músicos. Tocan la percusión, se acercan al piano y hacen su toque desordenado, pero reconozco en ellos el sentido del ritmo, de la melodía».
Mirando a los «futuros músicos», José María rememora su infancia, la cual cataloga de normal. «Me criaron con amor, con sensibilidad. Fue una etapa maravillosa», señala.
Como fotos fijas que pasa mentalmente, el pianista recuerda las visitas a sus primos y al tío Eliseo Diego, al hogar de Lezama Lima, y las reuniones familiares, donde el arte salía de forma espontánea.
«De repente era un cuadro bastante pintoresco. Recuerdo algunas imágenes en las que Josefina Badía, la madre de mi mamá, estaba sentada en el piano; mientras mi padre tocaba el violín —un instrumento que ha sido muy importante en su vida y en el que llegó a terminar la carrera».
Encontró referencias en otro asiduo de su hogar, el jazzista Felipe Dulzaides, quien también influyó en Sergio, hasta el punto de darle su primer trabajo.
«La música igualmente nos ha unido a Silvia y a mí. Trabajamos juntos, aunque ella fue economista por 12 años. Pero llegó un momento en que se decidió por la producción, la dirección artística y la supervisión musical y, desde hace ya muchos años, participa también en la creación de los textos que musicalizo», comenta.
De ese equipo perfecto, dotado de una dupla inestimable: amor y armonía, ha salido en 2009 Pulso de vida, el CD DVD que trató de captar la existencia de José María, y esa pluralidad que lo define.
«Deseábamos que se sintieran los latidos de la pareja y de la familia que creamos, que se ve en Tu amor es una lámpara encendida. El disco adicionalmente me enfrenta al piano, mi fiel acompañante y al que no había dedicado un álbum en solitario».
En el volumen aparece la pintura de su hijo, quien hizo un cuadro original para la portada de Pulso de vida y los diseños interiores, después de haber ilustrado álbumes como Imágenes y la colección 30 años de música.
Pulso... absorbe el ambiente natural del músico en un material audiovisual, dirigido por Jorge Perugorría. Se suma un folleto donde aparecen versos de su madre Fina, la prosa de su padre Cintio, y las canciones de Silvia. José María también se arriesgó y escribió sus textos. El CD muestra 12 temas que toman definitivamente los deseos del pianista de reverenciar a la trova cubana. Asimismo, emergen las creencias que describen al cubano, y homenajes al Che y a las actrices de cine, así como la propia relación de Vitier con el séptimo arte.
Porque es el cine un medio que le ha traído alegrías y aflicciones. «Los sinsabores te los digo rápido: estoy consciente de que uno trabaja para un equipo, una historia. Hay que seguir ciertas pautas, que las indican el director y el guionista.
«La humildad en estos casos es muy necesaria, pues la música hay que cortarla o alargarla, y a lo mejor no queda donde el compositor quisiera. Por eso rindo tributo a los directores de cine con La vieja terminal, que pertenece a mi último disco.
«Aunque ya no hago las bandas sonoras con tanta intensidad, me gusta mucho. Siempre es una fiesta hacer una película. La última que hice es de Brasil, pero pronto debe haber algún encargo».
—¿Qué pudo desencadenar ese trabajo, que luego lo llevaría a componer las melodías de El siglo de las luces, Fresa y chocolate...?
—Ocurrieron dos cosas. Una fue cuando era estudiante de piano y grabé, con el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (GES), los arreglos de Hombre que vas creciendo, de Pablo, y otro hecho por Leo Brouwer, quien dirigía el GES. Luego Sergio comenzó a llamarme para tocar el piano de su música para el cine, como en El Brigadista, Girón, y otras muchas colaboraciones.
«Lo otro estuvo dado por mi primo Rapi Diego, que comenzó como editor y asistente de dirección de documentales en el ICAIC. Él me invitó a componer la música de su primer material y de los tres que le siguieron, ya que tenía experiencias de ese tipo con el teatro. Para sorpresa mía otros directores me empezaron a llamar, como Sergio Núñez, Gerardo Chijona, Daniel Díaz Torres...».
—¿Lo mismo le sucedió con las series de televisión?
—Es increíble, pero en los lugares menos sospechados me lo preguntan. Para mí fue una suerte muy grande participar de aquella serie. Comencé a musicalizar junto a Sergio En silencio ha tenido que ser... (1979) y Julito, el pescador (1980). Después hice en solitario Para empezar a vivir, El regreso de David y La frontera del deber. Le sucedieron otras miniseries hasta que llegué a Día y noche.
«Tuve la dicha de que las historias que se contaron eran muy interesantes y los actores de primera línea. Las series se quedaron en la memoria del pueblo. Y la música también se benefició».
—La década del 80 fue una gran época para usted...
—Tengo buenos recuerdos, como el de mi grupo. Con él logré recorrer todo el país. Escribí en ese tiempo más de 50 obras originales e hice muchos arreglos musicales. Tuvimos emocionantes conciertos en Nueva York, en el Festival Cervantino de México, en Venezuela y en París (Francia). No dejamos una obra discográfica grande. Nuestra agrupación duró hasta 1990. Aunque los lectores se darán cuenta de que no fue lo único que, por esa fecha, se disolvió.
—¿Por qué terminaron?
—Fueron muchos los grupos que se cuestionaron su existencia y pocos los que sobrevivieron unidos en esa época. Las agrupaciones que proliferaron en los 80 se quedaron descolocadas en la difusión y tenían problemas materiales concretos: se volvió difícil ensayar, trasladarse...
«Nosotros primero hicimos una reducción a seis, pues éramos 11 personas en escena. Duramos un par de años más, pero después desaparecimos de mutuo acuerdo. Era el director y me tocó la decisión, dolorosísima. Fueron muchos años juntos. Tenemos actualmente amistad y seguimos colaborando».
—¿Es la composición el centro de su vida?
—Lo es. Indudablemente me lleva mucho tiempo. El año pasado escribí una ópera con libreto de Carlos Fuentes, el gran novelista mexicano. Dura más de dos horas y es una obra escrita para una orquesta, solistas y coro.
«Coincidió con el tiempo del concierto sinfónico El cantar del caballero y su destino, basado en un texto hecho por Silvia y que yo musicalicé. Se estrenó en el Karl Marx el 6 de junio de 2008. Hicimos un disco y está en proceso un DVD, que dirige Lester Hamlet.
«Misa cubana es la obra que siempre tendré que poner en primer lugar como nuestro modelo de algo que se hizo con absoluta entrega y, sin esperarlo siquiera, nos ha retribuido espiritualmente tanto, en Cuba y fuera. Cuando eso te pasa es un milagro».
—Hay una imagen en el DVD donde usted está con una guitarra, que recuerda a los viejos trovadores. ¿Cómo lo ha marcado ese género?
—He tenido la suerte de haber visto en vida a músicos de la vieja trova santiaguera. Ya no eran Sindo Garay, Graciano Gómez, Salvador Adams, ni Miguel Matamoros. Pero pude conocer en la década del 70 a Ángel Almenares, Emiliano Blez, Ramón Márquez y muchos otros.
«Aquello me produjo un efecto muy fuerte. Como el big bang de mi carrera como compositor. Aprendí a tocar un poco la guitarra para valerme nada más y poder recordar algunas canciones de aquella época. En el género vi un mundo de respeto a la belleza, a ciertas formas que, por momentos, se entroncaban con mi formación clásica.
«Los viejos trovadores desgraciadamente llegaron tarde a ese tren que benefició, con mucha justicia, a otros grandes. Son un ejemplo de sabiduría musical, humildad y actitud ante el arte y la vida en general. Cuando empecé a hacer música instrumental, deseé que mi melodía tuviera ese poder de emocionar que tenían sus canciones».
—Tomándose el pulso, ¿puede enunciar cuáles son sus mejores momentos?
—El nacimiento de mi hijo fue el momento irrepetible de mi vida y la de Silvia. Luego es la creación. Ha habido presentaciones en que uno siente que pasó algo diferente. Sin embargo, iría más allá. A veces no es un concierto completo, sino una parte de él. Me sucedió cuando Pablo Milanés estrenó Tus ojos claros en la Cinemateca. Sentí que transcurrió un tiempo entre el fin de la canción y los aplausos. Ese instante, en el que aparece esa sensación de suspensión, te dices: «Te saliste del tiempo», y preguntas: «¿Será que no van a aplaudir?». Momentos así, ocurren poco.
¿Cuál es su futuro inmediato?, le hago la pregunta casi obligatoria en las entrevistas, para conocer los proyectos de un creador. José María contesta: «¿El futuro? ¡Ay Dios, quién será adivino!, como dice Silvio en su canción».
Pero Vitier piensa más allá de su música, y medita en que todo tiempo posterior lo tomará de un modo optimista. «Es la mejor manera de estar en este mundo», señala.
«Habrá más creación», afirma, porque también tendrá una dosis de lo que todo artista se formula como plan próximo, pues, con los años «se vuelve un reto mayor hacer algo novedoso, diferente. Pero de todas formas vale la pena intentarlo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario